martes, 4 de marzo de 2025

Esclavo de dos lesbianas (parte 2)

Unos días después, Lucía tuvo que ausentarse de la ciudad por motivos familiares, dejando solos en el apartamento a Carla y su esclavo Marcos. La dinámica cambió ligeramente sin la presencia silenciosa pero imponente de Lucía, que siempre había equilibrado la Dominación más ardiente y directa de Carla.

Ahora solo estaban Carla, con su lengua afilada y su energía inquieta, y Marcos, siempre la sombra obediente que seguía cada uno de sus movimientos. Carla había confesado alguna vez su bisexualidad a Lucía en una conversación nocturna cargada de vino e intimidad, un detalle que Marcos había escuchado de pasada pero en el que nunca se atrevió a profundizar: su rol era escuchar, no pensar.

Una tarde, Carla llegó a casa con una sonrisa traviesa y un invitado a su lado: un hombre llamado Javier, de hombros anchos y actitud relajada, con un encanto despreocupado que llenaba la habitación. "Vamos a ver una película", anunció Carla con ligereza, arrojando su chaqueta sobre una silla mientras le indicaba a Javier que se pusiera cómodo en el sofá.

Marcos, como siempre, permanecía cerca, desnudo salvo por el frío metal del dispositivo de castidad que se adhería a él como una segunda piel. Sus ojos se clavaron en el suelo, esperando órdenes, su cuerpo tenso por esa mezcla conocida de anticipación y sumisión.


La película comenzó —"Catwoman" no podía ser otra, la favorita de Javier—, pero no pasó mucho tiempo antes de que las verdaderas intenciones de Carla se hicieran evidentes. A mitad de la peli, su mano encontró el muslo de Javier, deslizándose con una lentitud deliberada que no dejaba lugar a dudas. Él respondió con una risa baja y un movimiento que acercó sus cuerpos, y pronto el sofá se convirtió en el escenario de un juego que excluía por completo a Marcos, aunque este seguía siendo parte del espectáculo.

Carla y Javier comenzaron a magrearse sin pudor, sus manos explorando, sus bocas encontrándose entre risas y susurros, mientras el esclavo, arrodillado frente a ellos, los observaba en silencio.

Marcos, desnudo y expuesto como siempre, sentía cómo la excitación crecía en su interior, una presión insoportable atrapada por el dispositivo que lo mantenía bajo control. Sus manos temblaban ligeramente, pero la prohibición era clara: Carla le había dejado muy en claro, con esa voz grave y cortante que no admitía réplicas, que no tenía permiso para tocarse. "Tú miras, nada más", le había dicho al inicio de la noche, y él sabía que desobedecer significaría un castigo mucho peor que la humillación que ya soportaba. Así que se quedó allí, de rodillas, convertido en una figura inmóvil mientras los gemidos y las risas de los amantes llenaban el aire.

La noche se alargó, y Marcos se transformó en una especie de sirvienta desnuda para los dos. Carla, con un chasquido de dedos, le ordenaba traer cervezas de la nevera, y Javier, divertido por la situación, se unía al juego pidiéndole que le alcanzara un cojín o que limpiara una gota de bebida derramada en la mesa con un trapo que le arrojaban al suelo.

Cada orden era un recordatorio de su lugar, y él obedecía sin rechistar, moviéndose con esa mezcla de torpeza y resignación que lo definía. En un momento, Carla, con los labios aún rojos por los besos de Javier, lo miró fijamente y le dijo: "Tráenos algo de hielo, puta, pero gateando. Quiero verte arrastrarte". Y Marcos, con la cara ardiendo de vergüenza y algo más que no se atrevía a nombrar, lo hizo.

Mientras los amantes seguían enredados en el sofá, Marcos se convirtió en el objeto de sus caprichos: un sirviente, un juguete, un testigo silencioso de su placer. Carla, entre risas, le lanzaba miradas cargadas de burla, y Javier, más relajado pero igual de cómplice, lo trataba con una condescendencia que lo hundía aún más en su papel. La noche terminó con los dos agotados, recostados uno contra el otro, mientras Marcos, aún arrodillado, esperaba en la penumbra alguna orden final que no llegó. Carla, con los ojos entrecerrados, simplemente le dijo: "Limpia esto y desaparece", antes de girarse hacia Javier para un último beso.

Para Marcos, aquella noche fue otra capa en la prisión invisible que Carla y Lucía habían construido a su alrededor, un recordatorio de que, incluso con una sola ama presente, su sumisión era absoluta. Y mientras gateaba hacia la cocina con el trapo en la mano, supo que no había escapatoria: este era su mundo, y ellas —o ella, en este caso— eran sus reinas indiscutibles.

 


 


domingo, 2 de marzo de 2025

Diario de un débil inútil: Mi vida como esclavo sumiso

 

Por un picha floja sin dignidad,
 
Hoy confieso lo que soy: un miserable esclavo de las mujeres, un guiñapo sin valor que solo existe para arrastrarse y servir. Mi amiga, una reina dominante que ni me mira como hombre, me lleva a locales liberales donde ella brilla mientras yo me hundo en mi propia humillación.
 
La acompaño como el perro faldero que soy, desnudo y arrodillado, mientras ella folla con otros tíos que valen mil veces más que yo. Mi única función es servirles, ya sea como objeto sexual o como lo que sea que se les antoje.
 
El otro día, en casa, trajo a dos amantes y yo, el débil de siempre, tuve que desnudarme y obedecer. Mientras ella se montaba a uno en el sillón, yo le comía la polla al otro, y luego se cambiaban, como si fuera un juguete roto que pasan de mano en mano.
 
No tengo dignidad, y lo sé. Solo siento las pollas en mi boca y el peso de mi propia insignificancia. Mi placer, si es que puedo llamarlo así, está en satisfacer a mujeres dominantes como ella o como la Señora que me humilla con cada palabra.
 
No merezco más que esto: ser usado, despreciado, y recordado constantemente que no soy nada. Ni siquiera me toco sin permiso, porque hasta eso me lo tienen que conceder como migajas a un perro hambriento.
 
Soy un picha floja, un perdedor, un sumiso que no aspira a nada más que a ser pisoteado. Y lo acepto, porque no hay otra verdad para mí.
 

 
 

martes, 25 de febrero de 2025

Esclavo de dos lesbianas

 En un rincón escondido de la ciudad, donde las luces de neón apenas llegaban, vivían Carla y Lucía, dos mujeres que habían construido su mundo a base de complicidad y deseo. Eran amantes, confidentes, y, sobre todo, un torbellino de energía que no dejaba indiferente a nadie. Un día, entre risas y una botella de vino, decidieron que su vida necesitaba un giro, algo que rompiera la monotonía de sus días. Fue entonces cuando apareció él: Marcos, un hombre tímido, de mirada baja y disposición sumisa, que parecía haber nacido para cumplir órdenes.


Lo adoptaron como quien adopta una mascota, pero con reglas muy claras. Marcos no era un igual, no en su reino. Lo primero que hicieron fue despojarlo de su ropa, dejándolo desnudo y vulnerable bajo la luz tenue de su apartamento. "Así te queremos", dijo Carla con una sonrisa afilada, mientras Lucía, más silenciosa pero igual de firme, ajustaba un aparato de castidad alrededor de su miembro. El metal frío se cerró con un clic, y Marcos, arrodillado en el suelo, sintió cómo su voluntad se desvanecía entre los dedos de sus nuevas dueñas.

Las mañanas comenzaban con el sonido de sus pasos. Carla, con su voz grave, le ordenaba preparar el café, mientras Lucía lo observaba desde el sofá, sus piernas cruzadas y una ceja arqueada. No había espacio para la rebeldía; el menor titubeo era corregido con un chasquido de lengua o, en días más duros, con un tirón de la correa que a veces le ponían al cuello. Desnudo, siempre desnudo, Marcos se movía por la casa como una sombra silenciosa, su piel expuesta al capricho de las miradas de ambas. El aparato de castidad, un recordatorio constante de su lugar, lo mantenía en un estado de tensión perpetua, un juguete vivo para sus amas.

A veces, Carla y Lucía se besaban frente a él, dejando que el calor de sus cuerpos llenara el aire mientras Marcos, de rodillas, las observaba sin poder hacer nada más que imaginar. "Míranos bien", le susurraba Lucía, su tono cargado de burla dulce, "esto es lo que nunca tendrás". Y él obedecía, porque en ese mundo que ellas habían construido, su sumisión era el precio de su existencia.

El tiempo pasó y la rutina de Marcos se volvió una danza de obediencia y humillación, pero nada lo preparó para aquella noche. Carla y Lucía, con ese brillo travieso que las caracterizaba, decidieron organizar una fiesta en su apartamento. Invitaron a sus amigos más cercanos, un grupo variopinto de almas libres que compartían su gusto por lo excéntrico. La casa se llenó de risas, música y el tintineo de copas, pero el verdadero espectáculo llegó cuando las anfitrionas decidieron presentar a su "mascota".

Carla apagó la música por un momento y dio una palmada para captar la atención de todos. "Queridos", anunció con una sonrisa que destilaba autoridad, "tenemos una sorpresa para ustedes". Lucía, a su lado, tiró de la correa que colgaba del cuello de Marcos y lo arrastró al centro de la sala. Desnudo, como siempre, con el aparato de castidad brillando bajo las luces, Marcos sintió todas las miradas clavarse en él. Algunos rieron, otros silbaron, y un par de invitados intercambiaron susurros curiosos.
"Este es Marcos", continuó Carla, paseándose a su alrededor como una domadora mostrando a su fiera domada. "Nuestra puta barata. Hoy está aquí para servirles. Hagan con él lo que quieran". Lucía soltó la correa y dio un paso atrás, cruzándose de brazos mientras observaba la escena con una mezcla de orgullo y diversión. Los invitados no tardaron en acercarse. Algunos lo tocaron con curiosidad, recorriendo su piel con dedos fríos; otros le lanzaron órdenes humillantes, como traerles bebidas de rodillas o limpiarle los zapatos a alguien con la lengua.

Marcos, atrapado en su papel, obedeció sin rechistar. La noche se volvió un torbellino de risas y excesos, y él, el centro de todo, fue usado y exhibido sin descanso. Carla y Lucía, desde un rincón, se besaban entre risas, deleitándose con el caos que habían desatado. Para ellas, aquello no era solo una fiesta: era una demostración de poder, una obra maestra de dominio que habían escrito con la sumisión de Marcos como tinta.

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