Unos días después, Lucía tuvo que ausentarse de la ciudad por motivos familiares, dejando solos en el apartamento a Carla y su esclavo Marcos. La dinámica cambió ligeramente sin la presencia silenciosa pero imponente de Lucía, que siempre había equilibrado la Dominación más ardiente y directa de Carla.
Ahora solo estaban Carla, con su lengua afilada y su energía inquieta, y Marcos, siempre la sombra obediente que seguía cada uno de sus movimientos. Carla había confesado alguna vez su bisexualidad a Lucía en una conversación nocturna cargada de vino e intimidad, un detalle que Marcos había escuchado de pasada pero en el que nunca se atrevió a profundizar: su rol era escuchar, no pensar.
Una tarde, Carla llegó a casa con una sonrisa traviesa y un invitado a su lado: un hombre llamado Javier, de hombros anchos y actitud relajada, con un encanto despreocupado que llenaba la habitación. "Vamos a ver una película", anunció Carla con ligereza, arrojando su chaqueta sobre una silla mientras le indicaba a Javier que se pusiera cómodo en el sofá.
Marcos, como siempre, permanecía cerca, desnudo salvo por el frío metal del dispositivo de castidad que se adhería a él como una segunda piel. Sus ojos se clavaron en el suelo, esperando órdenes, su cuerpo tenso por esa mezcla conocida de anticipación y sumisión.
La película comenzó —"Catwoman" no podía ser otra, la favorita de Javier—, pero no pasó mucho tiempo antes de que las verdaderas intenciones de Carla se hicieran evidentes. A mitad de la peli, su mano encontró el muslo de Javier, deslizándose con una lentitud deliberada que no dejaba lugar a dudas. Él respondió con una risa baja y un movimiento que acercó sus cuerpos, y pronto el sofá se convirtió en el escenario de un juego que excluía por completo a Marcos, aunque este seguía siendo parte del espectáculo.
Carla y Javier comenzaron a magrearse sin pudor, sus manos explorando, sus bocas encontrándose entre risas y susurros, mientras el esclavo, arrodillado frente a ellos, los observaba en silencio.
Marcos, desnudo y expuesto como siempre, sentía cómo la excitación crecía en su interior, una presión insoportable atrapada por el dispositivo que lo mantenía bajo control. Sus manos temblaban ligeramente, pero la prohibición era clara: Carla le había dejado muy en claro, con esa voz grave y cortante que no admitía réplicas, que no tenía permiso para tocarse. "Tú miras, nada más", le había dicho al inicio de la noche, y él sabía que desobedecer significaría un castigo mucho peor que la humillación que ya soportaba. Así que se quedó allí, de rodillas, convertido en una figura inmóvil mientras los gemidos y las risas de los amantes llenaban el aire.
La noche se alargó, y Marcos se transformó en una especie de sirvienta desnuda para los dos. Carla, con un chasquido de dedos, le ordenaba traer cervezas de la nevera, y Javier, divertido por la situación, se unía al juego pidiéndole que le alcanzara un cojín o que limpiara una gota de bebida derramada en la mesa con un trapo que le arrojaban al suelo.
Cada orden era un recordatorio de su lugar, y él obedecía sin rechistar, moviéndose con esa mezcla de torpeza y resignación que lo definía. En un momento, Carla, con los labios aún rojos por los besos de Javier, lo miró fijamente y le dijo: "Tráenos algo de hielo, puta, pero gateando. Quiero verte arrastrarte". Y Marcos, con la cara ardiendo de vergüenza y algo más que no se atrevía a nombrar, lo hizo.
Mientras los amantes seguían enredados en el sofá, Marcos se convirtió en el objeto de sus caprichos: un sirviente, un juguete, un testigo silencioso de su placer. Carla, entre risas, le lanzaba miradas cargadas de burla, y Javier, más relajado pero igual de cómplice, lo trataba con una condescendencia que lo hundía aún más en su papel. La noche terminó con los dos agotados, recostados uno contra el otro, mientras Marcos, aún arrodillado, esperaba en la penumbra alguna orden final que no llegó. Carla, con los ojos entrecerrados, simplemente le dijo: "Limpia esto y desaparece", antes de girarse hacia Javier para un último beso.
Para Marcos, aquella noche fue otra capa en la prisión invisible que Carla y Lucía habían construido a su alrededor, un recordatorio de que, incluso con una sola ama presente, su sumisión era absoluta. Y mientras gateaba hacia la cocina con el trapo en la mano, supo que no había escapatoria: este era su mundo, y ellas —o ella, en este caso— eran sus reinas indiscutibles.